Mc 14, 46-52
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó acompañado de sus discípulos y de otra mucha gente, un ciego llamado Bartimeo (es decir, hijo de Timeo) estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret quien pasaba, empezó a gritar:
—¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!
Muchos le decían que se callara, pero él gritaba cada vez más:
—¡Hijo de David, ten compasión de mí!
Entonces Jesús se detuvo y dijo:
—Llámenlo.
Llamaron al ciego, diciéndole:
—Ten confianza, levántate, él te llama.
El ciego, arrojando su capa, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó:
—¿Qué quieres que haga por ti?
Contestó el ciego:
—Maestro, que vuelva a ver.
Jesús le dijo:
—Puedes irte. Tu fe te ha salvado.
Al punto recobró la vista y siguió a Jesús por el camino.
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¡Cuántas veces nuestra historia personal o la consideración de las vicisitudes humanas nos produce la angustiosa impresión de un bamboleo de ciegos! Rodeados por una densa niebla de incertidumbres y contradicciones, incapaces de ver sentido alguno a lo que estamos viviendo, acabamos a menudo por desanimarnos y retirarnos a los márgenes de la vida para mendigar algunas migajas a los más afortunados, que parecen recorrer el camino sin obstáculos. Somos entonces nosotros esos pobres a quienes la Palabra viene a levantar de nuevo regalándoles la Buena Noticia: Jesús atraviesa los caminos del hombre, tiene compasión de nuestras flaquezas, comparte nuestra debilidad (cf. la segunda lectura). Dichosos nosotros si, tocados por el anuncio, somos capaces de gritar su nombre e invocar su misericordia. El amor no decepcionará nuestras expectativas.
Jesús, sin embargo, nos interpela, nos pregunta qué es lo que queremos de verdad. Curar, «ver», es un compromiso, hemos de saberlo. Es un compromiso para nuestra fe, que debe crecer para abrirse al milagro, y una tarea para nuestro futuro. En efecto, el Señor es la luz de la vida y resplandece en nuestra oscuridad para hacer de nosotros seres vivos, para levantarnos del abatimiento, del estancamiento de quien se ha acostumbrado a unos límites estrechos. Jesús, que es el Camino, nos traza a nosotros, exiliados en la tierra extranjera de la infelicidad, el camino para volver a la patria de origen, a la comunión con el Padre: éste es el «camino recto» por el que no tropezará el que le sigue (cf. la primera lectura). Con todo, es menester pasar por la cruz, por la muerte a nosotros mismos. ¿Queremos ver de verdad y, una vez sanados, seguirle? Que el Señor ilumine los ojos de nuestro corazón «para que podamos comprender a qué esperanza nos ha llamado» y nos dé la alegría y la fuerza para recorrer, detrás de él, el camino que conduce a esa esperanza.
Vicente de Talavera y Sabina