Evangelio domingo IV de adviento 2024.

Lc 1, 39-45

En aquellos días, María se puso en camino y, a toda prisa, se dirigió a un pueblo de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, al oír Isabel el saludo de María, el niño que llevaba en su vientre saltó de alegría. Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y exclamó con gritos alborozados:
—¡Dios te ha bendecido más que a ninguna otra mujer, y ha bendecido también al hijo que está en tu vientre! Pero ¿cómo se me concede que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque, apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. ¡Feliz tú, porque has creído que el Señor cumplirá las promesas que te ha hecho!

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La bienaventuranza de la fe: el elogio dirigido por Isabel a María nos lleva a reflexionar, en este tiempo de espera, sobre nuestra fe. La fe de María se caracteriza como una adhesión a la promesa de Dios. María está totalmente segura de que Dios quiere y sabe ser fiel a la palabra dada. El misterio de Dios se oculta en aquel niño que, como todos los niños, se va formando en el seno de su madre. Creyendo, ha comenzado a constatar cómo Dios es fiel en realizar su promesa. También esto es cierto para nosotros: si no creemos, no experimentaremos nunca cómo el don de Dios, misteriosamente, puede ir formándose en nosotros.
La fe de María se manifiesta también en el hecho de ir a visitar a Isabel: un viaje inspirado por la premura de su prima que necesita ayuda –como suele decirse comúnmente y con razón–, pero también un viaje para ir a contemplar lo que Dios está haciendo en los otros. También nuestra fe tiene mucho que aprender de esta actitud, ya que debemos tratar de darnos cuenta de lo que Dios hace en la historia de los demás. María e Isabel tienen esto en común, de lo que nos podemos aprovechar nosotros hoy: saben dialogar sobre lo que Dios hace en ellas. Ninguna de las dos habla de sí, sino de la otra, o de lo que Dios ha hecho, hasta el culmen del Magníficat.
La fe de María nos exhorta a insertarnos en el clima propio de los «pobres del Señor», es decir, de las personas humildes y sencillas que confían en Dios sabiendo reconocer su obra. Se nos invita a vivir en una actitud general de disponibilidad al plan de Dios que nos invita a volver a las palabras del salmo (39,8) que el autor de la carta a los Hebreos pone en boca de Cristo: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,7).

Francisca Javier Cabrini

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