Evangelio del Jueves del tiempo ordinario. Semana I. 2025

Mc 1, 40-45

En aquel tiempo, se acercó entonces a Jesús un leproso y, poniéndose de rodillas, le suplicó:
—Si quieres, puedes limpiarme de mi enfermedad.
Jesús, conmovido, extendió la mano, lo tocó y le dijo:
—Quiero. Queda limpio.
Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. 
Acto seguido Jesús lo despidió con tono severo y le encargó:
—Mira, no le cuentes esto a nadie, sino ve, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda prescrita al efecto por Moisés. Así todos tendrán evidencia de tu curación.
Pero él, en cuanto se fue, comenzó a proclamar sin reservas lo ocurrido; y como la noticia se extendió con rapidez, Jesús ya no podía entrar libremente en ninguna población, sino que debía permanecer fuera, en lugares apartados. Sin embargo, la gente acudía a él de todas partes.

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Como el antiguo Israel, como los primeros judeocristianos, también nosotros hemos contemplado las maravillas obradas por el Señor. Sin embargo, como todos, también nosotros corremos cada día el riesgo de acostumbrarnos a la gracia, de «endurecer el corazón», prefiriendo escuchar otras voces antes que la de Dios. Él nos invita a examinarnos por dentro, «hoy»: este «hoy» es nuestro presente y, al mismo tiempo, es también el tiempo de la conversión concedido a la humanidad, un tiempo del que no podemos abusar. Miremos, pues, a la luz de la Palabra, si nuestro corazón no se encuentra pervertido, desviado, sin fe; en suma, alejado del Dios vivo.
Si sólo buscamos de Dios favores y realizaciones humanas, si pretendemos convertirlo en instrumento y ponerlo al servicio de nuestros intereses, si estamos dispuestos a renegar de él cuando nos parece más oportuno mostrarnos como «librepensadores» o consumidores despreocupados de los bienes de la vida, entonces nuestro corazón está pervertido: si está vuelto hacia atrás, entonces sigue la lógica del Maligno, aunque mantenga a veces una fachada de religiosidad.
Un corazón desviado no se da cuenta de que anda fuera del camino, no asimila la mentalidad evangélica, porque reorganiza a su propio gusto las exigencias y la gracia. Un corazón sin fe: ¿cómo se puede referir esta expresión a gente «practicante»? Sin embargo, también nuestro corazón puede carecer de fe cuando se aleja del Dios vivo y permanece encarcelado en una religión sólo formal, sin una relación vital con Cristo. El leproso va a Jesús superando las estrecheces de la Ley, pone en Jesús toda su esperanza y experimenta así el toque de su inefable misericordia, el poder del Dios-con-nosotros… Podemos alejarnos del Dios vivo de muchos modos, pero la Palabra nos sitúa en la verdad y nos anima: Dios es más grande que nuestro corazón. Si nos reconocemos leprosos en nuestro interior, portadores del pecado y de la muerte, vayamos con confianza a Jesús y supliquémosle humildemente: «Si quieres, puedes limpiarme».

Marcelo I, papa

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