Evangelio Domingo II Tiempo Ordinario 2025

Jn 2, 1-11

En aquel tiempo, tuvo lugar una boda en Caná de Galilea. La madre de Jesús estaba invitada a la boda, y lo estaban también Jesús y sus discípulos. 
Se terminó el vino, y la madre de Jesús se lo hizo saber a su hijo: 
—No les queda vino. 
Jesús le respondió: 
—¡Mujer! ¿Qué tiene que ver eso con nosotros? Mi hora no ha llegado todavía. 
Pero ella dijo a los que estaban sirviendo: 
—Hagan lo que él les diga. 
Había allí seis tinajas de piedra, de las que utilizaban los judíos para sus ritos purificatorios, con una capacidad de entre setenta y cien litros cada una. 
Jesús dijo a los que servían: 
—Llenen las tinajas de agua. 
Y las llenaron hasta arriba. 
Una vez llenas, Jesús les dijo: 
—Saquen ahora un poco y llévenselo al organizador del banquete. 
Así lo hicieron, y en cuanto el organizador del banquete probó el nuevo vino, sin saber su procedencia (solo lo sabían los sirvientes que lo habían sacado), llamó al novio y le dijo: 
—Todo el mundo sirve al principio el vino de mejor calidad, y cuando los invitados han bebido en abundancia, se saca el corriente. Tú, en cambio, has reservado el mejor vino para última hora. 
Jesús hizo este primer milagro en Caná de Galilea. Manifestó así su gloria y sus discípulos creyeron en él.

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Todos los textos de hoy nos hablan de la extraordinaria novedad que nos ha traído Jesús con su presencia y su acción mesiánica. En el «signo» de Caná nos entrega el mejor vino e inaugura, de manera simbólica, los tiempos nuevos queridos por Dios y anunciados por los profetas (cf. Is 62,1-5). La gran novedad que ha traído Jesús al mundo, tal como atestiguan los evangelios, es la entrega de su Espíritu, del que cada uno tiene una manifestación en la comunidad para el servicio del bien común, como nos recuerda Pablo. El Espíritu de Jesús es la fuente viva del amor filial a Dios y del amor fraterno a los otros. Y este amor es la antítesis del egoísmo que nos encierra en nosotros mismos y nos lleva a considerarnos el centro del universo. Ésta es la convicción evangélica confirmada por la experiencia: sin el Espíritu que nos comunica Jesús somos incapaces de salir de nosotros mismos y de abrirnos a Dios y a los otros. En consecuencia, somos viejos, en el sentido evangélico del término, y permanecemos anclados en el pecado y en la muerte. Como nos recuerda la Gaudium et spes, el que nos hace «nuevos» –es decir, capaces de amar de una manera desinteresada a los otros– es el Espíritu que Dios infunde, por medio de Cristo resucitado, en el corazón de cada hombre de buena voluntad (GS 22 y 38). Él nos hace nuevos en el corazón, el centro más profundo de nuestro ser, cumpliendo así las antiguas profecías (cf. Ez 11,19; 36,26). 
Jesús decía a los fariseos que el vino nuevo debe ponerse «en odres nuevos» (cf. Mt 9,17; Mc 2,22; Lc 3,37ss), porque sólo éstos pueden contenerlo. Debemos preguntarnos hasta qué punto somos nosotros, efectivamente, «odres nuevos», capaces de ofrecer espacio al «vino nuevo» del Espíritu que él nos ofrece. Es probable que volvamos a recaer más de una vez en el viejo régimen del egoísmo y que nuestros corazones alberguen actitudes y modos de sentir que no pertenecen al Reino de la novedad querida por Dios. A nosotros nos corresponde pedir insistentemente al Padre el Espíritu que nos renueva (Lc 11, 13).

Mario

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