Mc 3, 22-30
En aquel tiempo, los maestros de la ley llegados de Jerusalén decían que Jesús estaba poseído por Belzebú, el jefe de los demonios, con cuyo poder los expulsaba.
Entonces Jesús los llamó y los interpeló con estas comparaciones:
—¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si una nación se divide contra sí misma, no puede subsistir. Tampoco una familia que se divida contra sí misma puede subsistir. Y si Satanás se hace la guerra y actúa contra sí mismo, tampoco podrá subsistir; habrá llegado a su fin. Nadie puede entrar en casa de un hombre fuerte y robarle sus bienes si primero no ata a ese hombre fuerte. Solamente entonces podrá saquear su casa.
Les aseguro que todo les será perdonado a los seres humanos: tanto los pecados como las blasfemias en que incurran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, nunca jamás será perdonado y será tenido para siempre por culpable.
Esto lo dijo Jesús contra quienes afirmaban que estaba poseído por un espíritu impuro.

_______________________________
¿Cuál es el destino del hombre? Éste es el tema fundamental que unifica las dos lecturas, en las cuales se nos pone ante la única gran alternativa: la salvación eterna o la condenación eterna. El hombre, aparentemente frágil como la hierba del campo, no ha sido creado en realidad sólo para un breve momento sobre la tierra, sino para siempre. Siempre: una palabra extraordinariamente comprometedora y, por eso, tan temida, así como pisoteada, violada y despreciada de muchas maneras. Basta pensar –breve inciso de vastas resonancias– en la extrema facilidad con la que se rompen los vínculos más sagrados: matrimonio, sacerdocio, consagración religiosa… La desproporción entre nuestra pequeñez y la grandeza de nuestro destino es tal que espanta, y por ello la redimensionamos de una manera mezquina. Un buen trabajo, relaciones honestas con los demás…, esto parece bastarnos. Sin embargo, no es así.
Aunque sofocado, en nuestro corazón alienta el deseo de infinito: el Espíritu que inhabita en nosotros grita dentro de nosotros que estamos hechos para un amor sin medida. El hombre es verdaderamente un condenado: tiene que optar entre la santidad o la desesperación. ¿Y qué es la santidad, si estamos llamados a ella? El Evangelio nos dice a este respecto algo muy sencillo y hermoso: la santidad es comunión con Jesús. Entonces todo se transfigura: cuando rezo, estoy con Jesús ante el Padre para adorar, interceder, dar gracias; cuando trabajo, estoy con Jesús al servicio de mi prójimo; cuando sufro, participo en la pasión de Jesús para la salvación del mundo; cuando me llegue la hora de la muerte, estaré unido a la muerte redentora de Cristo, entraré en su pascua y pregustaré la alegría de ver, sin velos, el rostro de aquel que me amó y se dio a sí mismo por mí.
Enrique de Ossó