Evangelio de lunes 3 de febrero de 2025. Semana IV Tiempo Ordinario.

Mc 5, 1-20

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla del lago, a la región de Gerasa. 
En cuanto Jesús bajó de la barca, salió a su encuentro, procedente del cementerio, un hombre poseído por un espíritu impuro. Este hombre vivía en el cementerio y nadie había podido sujetarlo ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían encadenado y sujetado con grilletes, pero siempre los había roto y ya nadie lograba dominarlo. Día y noche andaba entre las tumbas y por los montes, gritando y golpeándose con piedras. 
Al ver de lejos a Jesús, echó a correr y fue a arrodillarse a sus pies, gritando con todas sus fuerzas: 
—¡Déjame en paz, Jesús, Hijo del Dios Altísimo! ¡Por Dios te ruego que no me atormentes! 
Y es que Jesús había dicho al espíritu impuro que saliera de aquel hombre. 
Jesús le preguntó: 
—¿Cómo te llamas? 
Él contestó: 
—Me llamo «Legión», porque somos muchos. 
Y suplicaba insistentemente a Jesús que no los echara fuera de aquella región. 
Al pie de la montaña estaba paciendo una gran piara de cerdos, y los espíritus rogaron a Jesús: 
—Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.
Jesús se lo permitió, y los espíritus impuros salieron del hombre y entraron en los cerdos. Al instante, la piara se lanzó pendiente abajo hasta el lago, donde los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron. 
Los porquerizos salieron huyendo y lo contaron en el pueblo y por los campos, de manera que la gente fue allá a ver lo sucedido. 
Cuando la gente llegó a donde se encontraba Jesús, vio al hombre que había estado poseído por la legión de demonios, y que ahora estaba sentado, vestido y en su cabal juicio. Y todos se llenaron de miedo. 
Los testigos del hecho refirieron a los demás lo que había pasado con el poseso y con los cerdos, por lo cual, todos se pusieron a rogar a Jesús que se marchara de su comarca. 
Entonces Jesús subió a la barca. El hombre que había estado endemoniado le rogaba que le permitiera acompañarlo. Pero Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: 
—Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti. 
El hombre se marchó y comenzó a proclamar por los pueblos de la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho con él; y todos se quedaban asombrados.

_______________________________

Nos encontramos constantemente muy frágiles en la fe. Es posible que hayamos encontrado al Señor a través de una experiencia que un día cambió radicalmente nuestra vida, o tal vez le hayamos acogido tras haber reflexionado sobre acontecimientos concretos, tras una seria confrontación con él. A buen seguro, la fe nos pidió renuncias a las que, en un primer momento, correspondimos con impulso generoso. Sin embargo, no resulta fácil perseverar día tras día, dar testimonio de Cristo en un contexto neopagano o bien tradicionalista, ligado a costumbres ahora vacías de alma. Poco a poco, los entusiasmos iniciales se han ido amortiguando, las incomprensiones nos hieren, el aislamiento nos desanima. Corremos el riesgo de encontrarnos poco convencidos y nada convincentes…
La fe tiene que ser reanimada continuamente: es como una antorcha que ha de estar en contacto a menudo con el fuego del Espíritu para mantenerse ardiente y luminosa. Tomémonos el tiempo necesario para alcanzar la fuerza de lo alto. Aprendamos a hacer memoria de tantos hermanos nuestros que nos han dado un espléndido ejemplo de perseverancia y –como en una carrera de relevos– nos han entregado la antorcha de la fe para que llevemos adelante su misma carrera. Volvamos con el corazón a las circunstancias de nuestro encuentro con Jesús y permanezcamos un poco en su presencia: el recuerdo de la gracia del pasado y la perspectiva del futuro que nos espera reanimarán nuestros pasos.
El Señor conoce nuestra debilidad; sin embargo, quiere que seamos misioneros suyos en el mundo. Él mismo nos sostendrá, para que podamos conseguir la promesa junto a los grandes testigos que nos han precedido y a los que vendrán después de nosotros, a los que nosotros mismos, si conseguimos perseverar, podremos entregar la vívida antorcha de la fe.

Blas. Óscar

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *