Lc 12, 13-21
En aquel tiempo, uno que estaba entre la gente dijo a Jesús:
—Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo.
Jesús le contestó:
—Amigo, ¿quién me ha puesto por juez o repartidor de herencias entre ustedes?
Y, dirigiéndose a los demás, añadió:
—Procuren evitar toda clase de avaricia, porque la vida de uno no depende de la abundancia de sus riquezas.
Y les contó esta parábola:
—Una vez, un hombre rico obtuvo una gran cosecha de sus campos. Así que pensó:
«¿Qué haré ahora? ¡No tengo lugar bastante grande donde guardar la cosecha! ¡
Ya sé qué haré! Derribaré los graneros y haré otros más grandes donde pueda meter todo el trigo junto con todos mis bienes. Luego podré decirme: tienes riquezas acumuladas para muchos años; descansa, pues, come, bebe y diviértete».
Pero Dios le dijo:
«¡Estúpido! Vas a morir esta misma noche. ¿A quién le aprovechará todo eso que has almacenado?».
Esto le sucederá al que acumula riquezas pensando solo en sí mismo, pero no se hace rico a los ojos de Dios.

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En el evangelio vamos a poner de relieve dos mensajes que iluminan nuestra vida. El primero es el de la vanidad de los bienes de este mundo y hasta de las mismas obras humanas, aunque estén realizadas «con sabiduría, ciencia y acierto» (Ecl 2,21). No prolongan la vida del que las hace; ellas mismas están condenadas a perecer. La arqueología descubre fatigosamente ciudades y civilizaciones que durante un tiempo fueron famosas y de las que después han desaparecido hasta sus mismas huellas. Grandes catástrofes naturales muestran la fragilidad de obras maestras y de monumentos considerados como imperecederos. Una enfermedad imprevista hace añicos los proyectos de un hombre o de una familia, como una estatua de bronce con pie de barro golpeada por una piedra (cf. Dn 2,31-34). A veces, basta con una circunstancia imprevisible para hacer partir en humo un sueño, para dejar en nada una enorme inversión financiera. Son muchos los que, cuando llegan a determinada edad, experimentan un profundo sentido de inutilidad y de frustración en sus distintas actividades –incluido el ministerio pastoral–, en las que se habían comprometido con entusiasmo. Y todo ello antes incluso de que lleguen «los días tristes» de la vejez, cuando digamos: «No me gustan» (Ecl 12,1).
El término «vanidad» puede atravesar, por tanto, como una nube oscura las experiencias de nuestra vida. Ahora bien, esa reflexión es ambivalente. Puede engendrar depresión y dejar sin motivación cualquier iniciativa, pero puede llevar también a la «sabiduría del corazón» (Sal 90,12), por lo que aparece justamente como un estribillo en un libro sapiencial como es el Eclesiastés. Ahora bien, con tal de que se lea hasta el final, donde se encuentra la clave para proceder a una reflexión equilibrada: «Conclusión del discurso: Todo está oído. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque en esto consiste ser hombre» (12,13). Éste es el segundo mensaje, que nos viene sobre todo del evangelio: el hombre no debe ser «insensato», como el agricultor rico. Había olvidado que la vida depende de Dios (Lc 12,20) y no esperaba a su señor vigilando «con la cintura ceñida y las lámparas encendidas» (12,35). Ése es el riego que corremos nosotros en la actual sociedad consumista: «Acumular tesoros para sí» teniendo puestos los ojos en los bienes de la tierra. El Creador no está contra la tierra, que confió al hombre «para que la cultivara» (Gn 2,15). Sin embargo, el dueño sigue siendo Dios, que busca en el hombre «un administrador fiel y prudente», capaz de hacer fructificar los talentos. La relación con Dios, el obrar según sus leyes, da un sentido positivo a las realidades terrenas, aunque sean caducas, y convierte el trabajo en un instrumento de felicidad: «Dichoso el siervo a quien su señor, cuando llegue, le encuentre trabajando» (Lc 12,43). El hombre no está condenado a la vanidad y a la pobreza, sino que está llamado a «enriquecerse ante Dios» (12,21). Eso no significa acumular riquezas ante los ojos de un Dios «lejano» e indiferente, sino administrar todo lo que sirve para vivir, pero buscando por encima de todo el Reino de Dios y su justicia, confiando en la Providencia y abriendo el corazón a la solidaridad (12,29-34).
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