Mc 3, 7-12

En aquel tiempo, Jesús se fue con sus discípulos a la orilla del lago y lo siguió una gran multitud de gente procedente de Galilea; y también de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la orilla oriental del Jordán y de la región de Tiro y Sidón acudió a Jesús mucha gente que había oído hablar de todo lo que hacía. 
Jesús mandó a sus discípulos que le preparasen una barca para que la multitud no lo aplastara. 
Había curado a tantos, que todos los que tenían alguna enfermedad se echaban ahora sobre él para tocarlo. 
Y hasta los espíritus impuros, al verlo, se arrojaban a sus pies, gritando:
—¡Tú eres el Hijo de Dios!
Pero Jesús les ordenaba severamente que no lo descubrieran.

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Jesús ha venido como hombre para realizar un acto único, perfecto y agradable al Padre, ofreciéndose a sí mismo a través de la debilidad, del sufrimiento, de la muerte. Toda su vida, culminada en la entrega total de sí mismo en la cruz, nos afecta de cerca. A él están asociados ahora nuestros acontecimientos cotidianos, los trabajos, las mil ocasiones de renuncia y de muerte que forman la trama de nuestros días. ¿Cómo vivirlos? ¿Dejándolos hundirse en un lamento estéril, en una insatisfacción mal reprimida, o echándolos alegremente en el tesoro de su generoso padecer por amor, en ese acto perenne que le hace vivir para siempre intercediendo por nosotros?
En efecto, no hay ocupación, circunstancia o adversidad que pueda impedirnos volver a levantar interiormente la mirada del corazón hacia su cruz, a fin de alcanzar de él la fuerza de un acto de renovada adhesión a la voluntad del Padre. Sólo así gustaremos la dulzura de haber sido sanados por las llagas de nuestro descontento, a fin de encontrar la alegría de ser hijos en el Hijo.

Ildefonso

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