En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Y él, dirigiéndose a ellos, les dijo:
—Si uno quiere venir conmigo y no está dispuesto a dejar padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas, e incluso a perder su propia vida, no podrá ser discípulo mío.
Como tampoco podrá serlo el que no esté dispuesto a cargar con su propia cruz para seguirme.
Si alguno de ustedes quiere construir una torre, ¿no se sentará primero a calcular los gastos y comprobar si tiene bastantes recursos para terminarla?
No sea que, una vez echados los cimientos, no pueda terminarla, y quede en ridículo ante todos los que, al verlo, dirán:
«Ese individuo se puso a construir, pero no pudo terminar».
O bien: si un rey va a la guerra contra otro rey, ¿no se sentará primero a calcular si con diez mil soldados puede hacer frente a su enemigo, que avanza contra él con veinte mil?
Y si ve que no puede, cuando el otro rey esté aún lejos, le enviará una delegación para proponerle la paz.
Del mismo modo, aquel de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

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Los textos de este domingo nos ponen frente a un mismo tema: el abandono en Dios. Con frecuencia nos preguntamos: ¿quién puede conocer la voluntad de Dios? O bien: ¿cómo podemos saber lo que Dios quiere de nosotros? Las lecturas de la misa de hoy nos dicen que sólo podemos conocer las intenciones de Dios si poseemos la sabiduría. Ahora bien, para poseer la sabiduría es preciso renunciar a todo para seguir a Jesús. La sabiduría que el Señor nos enseña es seguir a Jesús. Nada más. Es preciso liberarnos, despojarnos, renunciar a todo lo que creíamos poseer, vender todo lo que tenemos, no llevar dinero con nosotros, no disponer ni siquiera de una piedra en la que reposar la cabeza, no encerrarnos en los vínculos familiares: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26).
La garantía del discípulo consiste en ir a Jesús sin tener nada. La verdadera sabiduría consiste en no llevar ningún peso que nos impida la marcha tras Jesús. Dicho de manera positiva, se trata de llevar un único peso: la cruz de Jesús. Y el peso de la cruz es el peso de su amor. No se trata de hacer cálculos, de contar el número de piedras necesarias para construir la casa o el número de personas necesarias para la batalla. No es ésa la intención del Señor. Ser discípulo significa no preferir nada que no sea el amor de Jesús. Preferir únicamente y siempre al Señor, o sea, elegirle de nuevo cada día y ofrecerle toda nuestra vida. El don de la sabiduría, que es algo que hemos de pedir constantemente al Señor, nos permite darnos por completo, con libertad y de una manera transparente a este amor. Quien ha sido vencido por este amor ya no tiene miedo de nada por parte de Dios. El amor vence todo temor. Ya nada podrá espantarnos.
Regina
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