Lc 9, 11b-17

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los enfermos. 
Al comenzar a declinar el día, los Doce se acercaron a Jesús y le dijeron: 
—Despide a toda esa gente para que vayan a las aldeas y caseríos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en despoblado. 
Jesús les contestó: 
—Denles de comer ustedes mismos. 
Ellos replicaron: 
—Nosotros no tenemos más que cinco panes y dos peces, a menos que vayamos y compremos comida para toda esta gente. 
Eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: 
—Hagan que se recuesten en grupos como de cincuenta personas. 
Ellos siguieron sus instrucciones, y toda la gente se recostó. Luego Jesús tomó los cinco panes y los dos peces y, mirando al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando a sus discípulos para que los distribuyeran entre la gente. Todos comieron hasta quedar satisfechos, y todavía se recogieron doce cestos llenos de trozos sobrantes. 

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Estamos leyendo unos fragmentos bíblicos en el marco de una fiesta particular que pone en el centro de la reflexión de la comunidad de los creyentes y también de todo el mundo un signo concreto. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué dedicamos un domingo a reflexionar sobre el significado de la eucaristía? ¿Por qué mostramos a todos este «secreto» nuestro como el centro de nuestra vida cristiana? Es menester que intentemos ofrecer una respuesta a estas preguntas a la luz de la palabra de Dios que hemos leído.
De entrada, diremos que el signo del pan y del vino eucarísticos constituye el centro de nuestra vida cristiana, porque salvan nuestro pasado. Conectan nuestra historia con una historia «diferente», con la historia de un hombre que pasó en medio de su gente y anunció con obras y palabras la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Conectan nuestra historia, nuestro pan y nuestro vino de ayer con una persona que nos ha dado, finalmente, una palabra verdadera, atestiguando con su propia vida y su propia muerte el valor de la verdad. Unen nuestra historia con un hombre que ha salvado su propio momento de vida, manifestando de este modo que era Hijo de Dios.
Ahora bien, eso no basta. El pan y el vino de la eucaristía hablan también de salvación para nuestro presente. Precisamente, mientras acogemos en nuestra vida ese pan y ese vino, nos damos cuenta de un amor que nos sostiene, nos damos cuenta de que nuestra vida tiene un fundamento, un alimento, la posibilidad de ser y de existir; de que se convierte en encuentro real con nuestro sueño de siempre, un encuentro hecho de amor y de comunión, de paz y de bendición: compartir el pan y el vino en la misma mesa es el gran signo que nos permite comprender cómo la bendición de Dios continúa hoy en nuestra historia, en nuestro pan y en nuestro vino de hoy.
Por último, el pan y el vino salvan también nuestro futuro: nuestra historia no encuentra ya un cielo cerrado encima de ella; nuestra jornada ya no se extiende simplemente entre una aurora y un ocaso; nuestra vida ya no es algo que transcurre con angustia entre un nacimiento y una muerte. Cuando caemos en la cuenta de que nuestra historia, nuestro pan y nuestro futuro de mañana son este cuerpo y esta sangre, cuando, al renovar el gesto de Jesús, anunciamos su retorno, cuando el pan de cada día se vuelve frente a nosotros el pan del futuro, podemos aferrar el anuncio que nos dice que la Palabra inaudita se dice precisamente en nuestro día y, con él, la bendición de nuestro camino.

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